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septiembre 29, 2017

"Buenos días, guapa". Dos Alemanias, miles de mujeres

No sé si Maxie Wander (foto izquierda) comenzaba todas sus entrevistas con un Buenos días, guapa. Tampoco sé con exactitud qué la llevó a escuchar a tantas mujeres para después reescribir sus historias. Según ella, lo que la movía era un fuerte interés por saber cómo vivían su vida las 19 protagonistas de este libro, en el que sus testimonios narrados en primera persona nos acercan a esa Alemania divida en dos donde confluían tantas miles de voces, sobre todo femeninas. 

En consecuencia, mientras vas leyendo las experiencias íntimas y personales de profesoras, amas de casa, médicos, madres primerizas, jóvenes enamoradas, escépticas del amor, mujeres ambiciosas o conformistas y un sin fin de etcéteras, obtienes la sensación de que todas ellas tienen algo en común. A pesar de las diferencias sociales, generacionales y de caracteres que cada una defiende a su manera, es fácil darse cuenta de que todas ellas llevaban demasiado tiempo reprimiendo un fuerte deseo de hablar. Sí, de hablar. Porque Buenos días, guapa es una pequeña muestra de un momento de convulsión, de destape femenino (figurado y literal) en el que, por primera vez, son ellas las que tienen la palabra. 

Así que tal vez Maxie Wander vio en aquel momento de transición una oportunidad ideal para dejar constancia de esos nuevos gritos que sonaban cada vez más fuertes y que exigían el derecho a hablar, decir y opinar de los 19 nombres impresos en las páginas de este libro. ¿Quiere decir esto que todas estas mujeres pugnaban por una libertad colectiva? ¿Que todas ellas se mostraban rebeldes y subversivas? ¿Que el mensaje último de la obra es puramente feminista? No, no necesariamente, pues, insisto, lo que buscaban a través de su testimonio era ofrecer su yo, su mirada particular sobre el sexo, la maternidad, la vida laboral, el matrimonio y la política, aunque se contradijesen unas a otras. En definitiva, tan solo querían deshacer el silencio. 

Es verdad que mucho se ha escrito sobre nosotras. Que dijimos, decimos y aún tenemos mucho que decir. Este libro, escuchado y escrito por Wander en la RDA de los 70, es solo una prueba más, puede que no la mejor ni la más sorprendente, pero no por ello carente de importancia. Al fin y al cabo, es bueno recordar que despertar con un "buenos días, guapa" de poco nos sirve si el resto del día no nos quieren -ni nos saben- escuchar. 


Publicado el 29/9/2017


septiembre 25, 2017

El síndrome de Rosalía


De Rosalía de Castro dicen que fue una mujer taciturna, depresiva, melancólica. Sufría una enfermedad del alma que la mantenía en un estado de continua aflicción y ojos alicaídos que se convirtieron en un símbolo característico de la literatura gallega. Quién sabe si dicho sentimiento, mezclado con la frustración de una pluma que, por femenina, no podía escribir libremente, fue el que despertó su inspiración más profunda, sus negras sombras que la perseguían allá a donde iba. 

Pero no es que Rosalía fuese una mujer triste, simplemente. Lo que acuciaba a la escritora gallega era en realidad un miedo terrible a la felicidad. Pensaba, ahogada por el peso de la melancolía, que los momentos de regocijo tendrían consecuencias nocivas garantizadas. Que una sonrisa se pagaría más tarde con cientos de lágrimas, que la alegría traería detrás de sí un castigo doloroso por haber osado traspasar los márgenes grises de la tristeza. De este modo, Rosalía vivía presa de una pescadilla que se mordía una cola cargada de perpetua amargura. 

A pesar de ser una mujer también combativa y de ideas fuertes -aspecto del que se habla menos de lo debido-, la poetisa se vio despojada de su derecho a ser feliz por ese síndrome apesadumbrado que la acompañó durante la mayor parte de su vida.
Recuerdo lo sorprendida que quedé al enterarme en aquella clase de literatura de ese "Complejo de Polícrates" del que supuestamente era víctima. Tal vez la ingenuidad de la adolescencia me hizo pensar entonces que Rosalía se amargaba la existencia porque quería, la pobre. 

Sin embargo, con el tiempo empecé a entender que había juzgado muy dura e injustamente a la escritora. Porque, mirándolo fríamente, El síndrome de Rosalía es un mal mucho más común de lo que parece. Cuántas veces esa enfermedad se manifiesta de manera tal vez volátil o efímera, pero reincidente, en esos momentos en los que sospechas que la alegría y la tranquilidad pueden preceder alguna tormenta. Esas ocasiones en las que dejas de disfrutar, en las que te empeñas en acortar la felicidad con dosis de absurda preocupación, de problemas inventados y de sufrimientos voluntarios.

Nadie le teme a ser feliz, al menos en principio. Pero lo extraño del caso es que con frecuencia me he sorprendido a mí misma acelerándome hacia ese abismo de sospechas porque todo va bien, a ese temor a que lo bueno esconda algo malo justo después. No obstante, a Rosalía hay que perdonarle el absurdo de su enfermedad. A los demás, creo yo, nos sobran pastillas de carpe diem como para permitirnos el lujo de asustarnos por la infelicidad tanto tiempo antes de que llegue, si es que llega. 


Publicado el 25/9/2017 


septiembre 18, 2017

Trump. Ensayo sobre la imbecilidad

Lo que me leéis con frecuencia, sabéis que este blog no tiene una temática fija. Me gusta hablar de todo un poco, siempre y cuando sean cosas que me apasionan. No obstante, desde el mismo momento en que creé este espacio, me prometí que la política jamás sería ni mínimamente nombrada, primero porque es un tema que no me interesa en lo absoluto; segundo, porque creo que no viene a cuento en un blog como este, y tercero, porque las discusiones y debates que se crean en torno a ella me resultan, en la mayoría de los casos, una completa pérdida de tiempo.

Así pues, ¿por qué narices estoy haciendo a Mister Trump el protagonista de esta entrada? En primer lugar, porque aquí se habla con asiduidad de libros, y yo vengo a dar mi opinión sobre el ensayo de Aaron James titulado Trump. Ensayo sobre la imbecilidad. En segundo lugar, porque no voy a centrarme en el aspecto político, sino en el social y antropológico de este interesante tratado del filósofo estadounidense antes mencionado. Y, por último pero no menos importante, porque tengo ganas de dejar constancia de que considero a Trump un imbécil integral.



El caso es que, como bien comenta James, parece existir unanimidad a la hora de clasificarlo como tal. Da igual de qué lado estés, pues todo el mundo parece ser consciente de que la imbecilidad es un rasgo definitorio de este hombre. La diferencia está en que unos lo aman y otros lo desprecian por ello. Sin embargo, ¿a qué nos referimos con el adjetivo imbécil? En palabras del autor, el imbécil es ese individuo, normalmente de género masculino, que "se permite ventajas particulares en las relaciones sociales, que se cree con derechos especiales y que se siente inmune a las quejas del prójimo". La definición que James va desarrollando a lo largo del ensayo es convincente, sin duda.

Todos los imbéciles que he conocido en mi vida parecían en verdad creerse dotados de algún tipo de privilegio que los situaba por encima de los demás. En el caso de Trump, puede que su condición de empresario ricachón lo haya llevado a un falso pedestal desde el que ahora domina uno de los países más ricos del mundo, con todas las consecuencias catastróficas que eso conlleva.

Sin embargo, a mí lo que me apasiona realmente de este personaje es su capacidad de espectáculo. Porque, reconozcámoslo, Trump es un showman sin competencia. Cuando no hace enfadar con sus comentarios machistas, racistas, groseros o descalificativos, hace reír por las burradas y payasadas de las que es protagonista cada vez que abre la boquita. Prueba de ello son los numerosos memes que han inundado Internet desde el momento en que empezó a ganar popularidad. Entre ellos, uno de mis favoritos:



Así, Aaron James reflexiona sobre la capacidad de Trump para engatusar a su público, no a través del embuste ni de la demagogia, ya que el actual presidente puede permitirse el lujo de decir mentiras tan gordas y obvias como quiera, que sus seguidores se lo perdonan igualmente. Pero, lo verdaderamente interesante del caso, es que a este hombre no solo su encanto lo convirtió en el Presidente de Estados Unidos. No, lo que hizo de su melena oxigenada y su tez zanahoria símbolos inconfundibles ha sido su poder para tranquilizar a sus votantes, sus promesas de restablecimiento del orden y la seguridad. Es un viejo juego político que ha funcionado en casi todos los países y todos los períodos históricos que Mr. Trump ha sabido utilizar muy bien. La promesa de que todo volverá a ser como antes si las cosas se hacen como se tienen que hacer, por la persona que las tiene que hacer.

Y esa es, precisamente, la idea más perturbadora de esta lectura, en mi opinión. Es ese miedo que hace a la gente tan manipulable el que ha llevado a Trump a la presidencia, el que lo ha dotado de un poder que, cree él, lo hace imparable. Y lo peor es que la osadía de su orgullo desmedido la pagaremos todos con total seguridad.
James escribió un ensayo interesantísimo en el que se mezcla lo social con lo político y hasta lo filosófico. Su análisis es contundente, sus soluciones razonables, pero se le olvidó mencionar que Donald ha logrado salirse con la suya a través de un empeño y una cabezonería que lo han llevado peligrosamente lejos.
Porque imbécil no es sinónimo de tonto, no se confundan.


Publicado el 18/9/2017



septiembre 14, 2017

"La primavera romana de la Señora Stone". Amor joven, mujer madura

Ir a la deriva es una sensación que todo ser humano ha experimentado alguna vez en su vida. Es ese extraño sentimiento de saber que estás perdiendo algo de ti mismo, que la corriente te lleva hacia una dirección desconocida y posiblemente hostil. Sin embargo, no pareces querer luchar lo suficiente contra esa marea, pues sabes que sería inútil. O, por otro lado, puede que estés tan inmerso en ese mar de falsa felicidad, que sencillamente prefieres morir ahogado. 

Karen Stone, la protagonista de esta historia, es una actriz venida a menos que está dejándose llevar, que navega sin rumbo fijo entre su deseo de libertad y la presión de los convencionalismos. Ha dejado tras de sí una carrera brillante, llena de éxitos y lujos; un marido recientemente fallecido y un país donde se cumplió su sueño americano particular. Ahora es una mujer madura que conserva la elegancia y el estilo, aunque simultáneamente es señalada por una sociedad que la considera demasiado mayor como para salir con Paolo, un joven y apuesto italiano que la desea no por lo que es, sino por lo que significa: bienes materiales, poder, prestigio, popularidad. 

Lo curioso del caso es que Karen, en un momento dado, declara que prefiere que no la deseen en absoluto antes de que la deseen por lo que tiene. Sin embargo, ahí está ella, disfrutando del placer efímero de esa inmensa contradicción en la que ha caído. Tiene además el problema de ser una mujer que ya no es dueña de una juventud física, pero que sí posee la chispa de la curiosidad y la necesidad de disfrute de cualquier joven. 
Lo que llueve sobre Karen, cómo no, son los juicios de valor, la condena por una supuesta actitud reprobable, las críticas de doble rasero. Mujer viuda, madura, adinerada y enamorada alguien de menos edad... Me pregunto de repente cómo cambiaría el cuento si Mrs. Stone hubiese sido un hombre. No obstante, esta no es una historia sobre supuestos, sino sobre realidades mucho más complejas que las que acabo de exponer.

Warren Beatty y Vivien Leigh en la
versión cinematográfica del 61

Tennessee Williams escribió grandes obras de teatro (algún día hablaré de ellas), pero le bastó una primera y última novela para demostrar que también poseía un enorme talento para la narrativa. La prueba está en esta obra tan llena de simbolismo y melancolía donde se enlata un mensaje que va calando en el lector en apenas unas pocas páginas. Es por ello que, al terminar, te encuentras de pronto muy sorprendida. Porque sin darte cuenta has aprendido mucho sobre el pavor a envejecer, el temor a la soledad, lo relativo de la vejez y la celeridad de la juventud. Y, allá, de fondo, puedes apreciar la hipocresía de quienes solo son capaces de ver la situación desde fuera. 

Así que, para cuando terminas de acompañar a Karen por su viaje a la deriva, has pasado por su lucha contra el qué dirán, por su apego a un amor falso y vacío y por su miedo a una derrota que empieza con la vejez y que acaba, como bien sabemos todos, con la muerte. Has estado mirando a la protagonista navegar sin rumbo fijo, a sabiendas del peligro que ello suponía. Pero, ¿quién de los dos es más culpable?

Publicado el 14/9/2017


septiembre 07, 2017

El huevo, la gallina, o la experiencia laboral

Con ritmo vertiginoso, estudias una carrera, te especializas, abandonas tus años universitarios con una fuerte sensación de morriña, y decides que, aunque te quieres dedicar a la educación, no te apetece afrontar una oposición. No todavía. Ya sabes cuál es tu vocación, pero tienes necesidad de probar, de encontrar el sitio adecuado, de ganar esa experiencia que es más ansiada por los que ofrecen trabajo que por los que lo buscan. Qué caray, tantos años con el trasero pegado al asiento y los codos anclados a los libros han sido suficientes, al menos de momento.

No obstante, ya mucho antes de entrar en ese universo aterrador de la tal llamada vida laboral, a todos los jóvenes nos ponen una especie de chip en la cabeza que se activa automáticamente desde los inicios de los estudios, augurándonos un futuro profesional inexistente o muy precario. En el mundo en general, y en España en particular, la cosa está jodida. Esa es la frase que se lleva repitiendo durante casi una década desde que estalló la crisis económica, y no sin razón.

Aunque unas carreras han sufrido más que otras el impacto de los desajustes económicos, en todos lados se escuchan leyendas de lo difícil que es encontrar trabajo, especialmente uno relacionado con esos estudios que tantos sudores te han costado. Las ofertas y las oportunidades tan escasas han hecho que muchos jóvenes con cualificaciones brillantes hayan tenido que hacer las maletas y largarse en busca de un curro en condiciones. Triste, pero cierto.

Es por ello que, cuando terminas todos tus estudios y decides salir a probar suerte, te invade inmediatamente una especie de negatividad. El chip se reactiva con más fuerza que nunca para recordarte que lo vas a tener muy difícil, que no te contratarán ni en tu casa por ser un novatillo sin experiencia. Porque lo curioso es que te quieren joven y lozano, pero con los conocimientos y la pericia de un veterano, cayendo de ese modo en una especie de contradicción que te hace preguntarte qué habrá sido primero, si el huevo, la gallina, o la experiencia laboral.

Así que, justo cuando crees que tú también debes ir sacando los billetes a un lugar frío y lejano, pero más agradecido y prometedor, la suerte te sorprende. O, más bien, tu esperanza y tus ganas de intentarlo. Y es que, curiosamente, los inexpertos tenemos una pequeña ventaja: salimos más baratos a la glotona seguridad social. Ese es, al menos en mi campo (no se olviden que solo hablo de lo que sé: educación e idiomas) uno de los motivos por los que la situación no es tan negra, después de todo.



Por esta razón, te sorprendes tanto cuando, tras esa temida primera entrevista de trabajo para una academia en la que pensabas que tu escueto currículo no conquistaría a nadie, recibes esa grata, gratísima noticia de que has sido elegida. Alguien ha decidido darte una oportunidad, y a partir de entonces sabes que lo darás todo para merecerla. Porque te han dado un pase para el mundo laboral, y tú tienes que aprovechar, exprimir, estrujar y agotar esa breva que sí ha caído y que además marca el comienzo de una etapa nueva y muy significativa.
De pronto me hago adulta y nadie que me lo avisa.

Y ustedes, lectores, ¿recuerdan su primera experiencia laboral?

Publicado el 7/9/2017


septiembre 01, 2017

La seducción: entre la lujuria y el thriller

No había visto nada aún de Sofia Coppola. Pero, pensé, un nombre de renombre en el cine tiene sus porqués, así que decidí que empezar la casa por el tejado no tendría por qué ser un problema. Es verdad que tal vez hubiese sido mejor aguantarme las ganas y comenzar por el principio, por ese título de Lost in Translation que al parecer se ha ganado el respeto del público y la crítica. Pero el miércoles era el día del espectador, y ¿cómo decir no a una entrada a mitad de precio, en estos tiempos que corren?



Coppola nos transporta a la Guerra Civil norteamericana, en un entorno que recuerda inevitablemente a esos paisajes de la idílica Lo que le viento se llevó en los que la valiente Scarlett O'Hara se paseaba tan dueña de sí misma. No obstante, poco a poco comienzas a darte cuenta de que en esta cinta de reparto mayoritariamente femenino, no hay espacio para ninguna heroica Escarlata con la melena al viento. Lo que encontramos en cambio es a una Nicole Kidman al mando de una escuela de señoritas sureñas de distintas edades que custodian la casa durante los tiempos de guerra. Su rutina de estudio, cocina, jardinería y costura cambia cuando Jonh McBurney, un soldado yanki malherido, es rescatado por una de las jovencitas. 

La presencia de este perturbará la aparente tranquilidad del grupo. Debatiéndose entre la curiosidad, la atracción y los celos, el ambiente supuestamente cordial y refinado de la casa comienza a enrarecerse por ese yanki que en principio no debería estar ahí. Durante la peligrosamente lenta primera parte de la película, crees que "La seducción" es un título que le viene al pelo, ya que el flirteo y la sensualidad se muestran, de alguna extraña manera, como el tema central de la historia. En ese momento, comienzas a preguntarte si el auténtico mensaje no viene a ser otro que la competitividad femenina es muy mala cuando hay un macho de por medio, y rezas para que tu primera película de Coppola no vaya a ser tan decepcionante.

A continuación, después de esa confusa y tediosa introducción, el ritmo cambia totalmente. Hay un punto de inflexión en la trama que despierta en el espectador la atención no solo por los hechos en sí, sino por el nuevo tono que adquiere la historia. De pronto la lujuria se transforma sorprendentemente en misterio y algo de sangre y los acontecimientos responden ahora a un tipo de thriller que no deja de ser desconcertante. Porque sigues estando algo perdido, aunque expectante... hasta que llega el final, que no es que sea inesperado, ni siquiera abrupto, pero sí un tanto decepcionante, no en sí mismo, sino por todo el conjunto del filme.

Cuando llega el desenlace, después de un metraje en el que se parchearon la lujuria y el thriller, sin decidirse por cuál ocupa mayor protagonismo, tienes (tuve) la sensación de que no era en absoluto lo que esperabas. Y que exceptuando esos típicos términos para alabar una cinta como "banda sonora", "reparto" o "fotografía", piensas que Coppola tiene que hacerlo mucho mejor la próxima vez.

Publicado el 1/9/2017