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febrero 27, 2018

Se sabe lo que se cuenta

Pablo Neruda tuvo una única hija. El poeta, que había sido creador de bellas y simétricas obras poéticas, se golpeó de frente con una irónica realidad cuando descubrió que su pequeña padecía una hidrocefalia. Su cabeza, desproporcionadamente grande, despertó el menosprecio del poeta, quien afirmó que la niña no era más que "un ser perfectamente ridículo".
Esto, por supuesto, no me lo contó él, sino que se trata de una noticia publicada hace unos días por un conocido diario digital, no muy fiable que digamos (como si alguno lo fuese). En dicho artículo, además, se afirma que posteriormente Neruda abondonó a su suerte a su hija y a su esposa, en condiciones deplorables, para marcharse con su entonces amante, La Hormiguita.
Aunque es difícil discernir entre qué es cuento y qué no, este tipo de revelaciones te dejan con el extraño sabor de la duda. Dicen que cuando el río suena, agua lleva, y del poeta han sonado aguas poco halagüeñas en más de una ocasión. Egoísta, mujeriego, mal padre, ¡a uno le cuesta creer que de alguien así hayan surgido los poemas de amor más hermosos de los últimos tiempos!

Sin embargo, Neruda no ha sido el único blanco de la rumorología. De Aristóteles se dice que fue un misógino empedernido, de Ghandi, que mantuvo amistad con Hitler, de Thomas Jefferson, que criticaba las relaciones interraciales mientras mantenía una con su esclava Sally, de Teresa de Calcuta, que no quería confesar ni ante Dios cuánto dinero tenía en su poder gracias a las donaciones de los (sus) creyentes. 
Pero, tranquilidad, que esta no es una campaña de desprestigio. Entiendo que esta puede ser información sesgada, un cóctel de amarillismo y animadversión gratuito al que no hay que hacer ni  pajolero caso. Así que yo no me creo nada. Pero, también os digo, tampoco dejo de creer. A mí, lo que me inquieta y me hace desconfiar, es en esa ambivalencia entre verdad y mentira, ese cincuenta por ciento en el que se divide la tranquilidad de saber que a quien admiras es realmente un ser ejemplar, con ese otro cincuenta más oscuro y perturbador de descubrir que dicho alguien sea un chasco monumental.

Es por eso que la gente se incomoda ante crónicas de este tipo. Los que hay no se creen nada y hasta se ofenden por los intentos de desprestigio, los hay que se lo creen todo y se indignan todavía más, y los hay que disculpan los fallos de esos grandes ídolos bajo el pretexto de "ellos también son humanos". Pero, el tema no es que tengan sus defectos como cualquier mortal de a pie. No se trata de que tal vez fuesen algo tacaños, pasotas, distraídos, malhumorados o poco dados a la higiene personal, sino de que su Talón de Aquiles estuviese, precisamente, en el centro justo de su punto fuerte.
Porque, al final, solo se sabe lo que se cuenta. Quizá solo tenemos acceso a ese reflejo brillante e idealizado producto de la admiración, que nos impide distinguir entre obra y autor. Si supiésemos la verdad, tal vez nos asustaría descubrir que detrás de algunas de esas figuras se esconden en realidad pacifistas que se metían en peleas violentas, guías espirituales que practicaban la fe por la perversión, cerdo-poetas, aspirantes a la libertad colectiva excepto si eras negro o mujer o villanos con máscaras de héroes tan, pero tan bien logradas, que vaya usted a saber quién es quien.


Publicado el 27/2/2018



febrero 19, 2018

Mi primera cita con Murakami: De qué habla cuando habla de escribir

Mi última cita había sido con Bukowski, meses atrás. No obstante, sabía que este encuentro iba a ser diferente porque, si bien el señor Murakami no se había librado de la polémica, su estilo nada tenía que ver con el del rey de la poesía nacida del matrimonio del alcohol con la decadencia. 
A pesar de que yo era puntual, el autor ya estaba ahí, esperándome sentado con una humeante taza de té. Su saludo fue cordial, pero poco expresivo. Tenía en mente que me hallaba ante un hombre con una cultura muy distinta a la mía, que además poseía un sentido de la disciplina apabullante, así que no me sorprendió. 
Sin embargo, lo que sí me resultó inesperado fue la naturalidad con la que Murakami comenzó a contarme su historia. Comencé a escribir a los treinta años, me soltó. ¿Cómo? Sí, no fue hasta después de tres décadas de existencia que uno de los autores más exitosos de los últimos tiempos comenzó su andadura profesional como escritor. Me quedé aún más boquiabierta cuando el japonés afirmó que no había nada en su vida que lo hubiese impulsado en ese camino; es decir, ningún suceso traumático, ninguna guerra ni ningún problema personal habían accionado ese botoncito de la inspiración, como le ocurría a muchos otros. Él llevaba una vida anodina, tenía un trabajo convencional y vivía en feliz matrimonio. Sencillamente siguió un impulso y ¡pum! decidió que aquello de la escritura era algo a lo que se quería dedicar. Una prueba de que el destino al final nos lleva a donde él quiere, comenté.

Pero cuidado, señorita, me advirtió. Cumplo una rutina a rajatabla y tengo una devoción por la disciplina que me ha hecho llegar a donde estoy, no se piense usted. Nada de cañitas con los colegas, ni noches de excesos, ni vidas sedentarias de manta y peli. No olvide que esto de la escritura es una carrera de fondo, es meterse en un ring en el que es relativamente fácil entrar, pero lo difícil es aguantar los golpes y mantenerse en el tiempo. Todo ello se consigue únicamente con predisposición, con el convencimiento inamovible de que se desea escribir, por encima de todo. Y qué razón tenía, pensé, al recordar a todos esos escritores que saborearon el peso de una fama tal vez intensa, pero efímera y evaporada.

Murakami siguió contándome con ese tono sopesado pero espontáneo la relatividad de los premios literarios, la soledad del escribir, las fronteras que se traspasan para que tu obra sea leída en otros territorios, y hasta se me quejó del sistema educativo en Japón. ¡Qué me dice usted! Cuente, cuente, le insté.
Me aburría en clase y siempre fui un estudiante mediocre, contestó. Encuentro que la educación japonesa solo busca la competitividad, que somos una sociedad inmersa en comernos los unos a los otros demasiado obsesionada con el trabajo. La escuela en mi país no incentiva un aprendizaje auténtico, sino la memorización absurda e inútil.
Ay, si supiese usted que en España ocurre exactamente lo mismo...


Bueno, señor, que nos desviamos, así que vayamos un poco al morbo, si me lo permite. ¿Por qué es usted un autor tan polémico? ¿Por qué le han llovido tantas críticas como alabanzas?
Me respondió que, aunque muchos de sus detractores eran injustos y no estaba de acuerdo con sus opiniones, intentaba siempre sacar lo positivo de las mismas. Pero, ya le digo, la mayoría de las veces me resbalan sus comentarios, y hago lo contrario a lo que me dicen.
Aquel ramalazo de rebeldía no dejó de sorprenderme.

Ya por la ventana de la cafetería se veía morir el día. Disculpe, pero tengo que marcharme ya. Mañana madrugo para escribir, como podrá imaginarse, comentó, levantándose de su silla.
Antes de despedirnos, señor Murakami, ¿podría recomendarme por cuál de sus novelas empezar?
¿Que no ha leído usted ninguna de mis obras? No. Pues mire, casualmente llevo en mi mochila algo que podría interesarle, dijo mientras sacaba un libro envuelto en un papel oscuro. Es un regalo, pero, por favor, no lo abra hasta llegar a casa. Cuando la lea, ya me comentará qué le parece. Hasta otra, ha sido un placer.

Lo vi alejarse con pasos silenciosos, como un gato, rodado de ese halo de misterio que tanto lo caracteriza. Me había caído bien y el detalle del libro me agradó. Rasgué el envoltorio, y dentro estaba su obra...




febrero 14, 2018

"Nadie te querrá como yo"

Hay muchas frases de San Valentín que deben entrecomillarse. Por tópicas, por típicas. Y por ser mentiras o medias verdades muchas de ellas.
Ésta, por ejemplo. Hay amantes fervientes que juran y perjuran que nadie sobre la faz de la tierra, jamás de los jamases, podrá amarte como ellos. Como si alguien les hubiese otorgado una especie de súper poder que hace su amor incomparable a los insignificantes y mincúsculos sentimientos de los demás. 
Hubo un tiempo en que me creí aquella locución, embotada por una ridícula credulidad amorosa. Ay, es cierto, pobre de mí como te pierda, ¡pues nadie me querrá así nunca!
Con el tiempo y con los amores venideros, me fui dando cuenta de que aquella frase era una tremenda obviedad. Que es tan cierta, tan evidente, que resulta hasta estúpido que haya sido utilizada desde siempre como una de las manifestaciones de enamoramiento más recurrentes de la historia. 
Porque no hay dos personas que quieran igual. No existen, y lo digo sin miedo a equivocarme, dos maneras de querer idénticas. Pasa como con las huellas dactilares: cada uno posee una marca distinta, un sello propio del querer. Y esto se debe, según la sabiduría que me acabo de inventar, a que Cupido, en su infinita picardía, lanza flechas únicas e irrepetibles a quienes se topan en su camino, dando a cada una un cariz, una forma, un color y una intensidad que poco o nada se parecen a los anteriores, por aquello de dar más emoción a la historia. Así, cada flechazo llega al corazón con una explosión novedosa, con un estremecimiento que se llama amor, pero que se apellida de mil maneras distintas cada vez.



Celebrar el amor está bien, es bonito, es necesario, romántico. Se le puede poner un tono más o menos mercantilista, más o menos achocolatado, más o menos cursi, más o menos apasionado o lujurioso, eso al gusto de cada quien. Pero hay que desprenderse de esos rancios topicazos sanvalentineros -que, por desgracia, se quedan para el resto del año- sobre los amores reñidos, lo bonito de los celos, los príncipes azules (que pueden tener ese color por estar asfixiándose, ahora que lo pienso), cegueras amorosas o delirios de grandeza de un amante que se cree con el derecho suficiente para vaticinar tu futuro amoroso con ese exasperante "¡Nadie, nunca, te querrá como yo!"
Por ello, ante semejante despliegue de perogrullada idiota, se recomienda responder con un sarcástico Dime algo que no sepa que saque al interlocutor de su fatal engaño. Es que, darling, es imposible querer dos veces igual. Y eso es lo maravilloso del asunto. 

Publicado el 14/2/2018




febrero 07, 2018

"Las intermitencias de la muerte": ¿Y si la parca negra se tomase un respiro?

Es imposible no temer a la muerte, no pensar en ella sin cierta congoja, especialmente ante la posibilidad de que pueda presentarse sin avisar.
Tenemos que admitir que, por mucho que aceptemos nuestro destino de mortales con estoicismo, una parte de nosotros fantasea con la posibilidad de escapar de ella. Burlar las leyes de la biología y vivir eternamente es un sueño enterrado en nuestro subconsciente, que tal vez no sale a luz nunca por rebasar los límites del surrealismo, aún siendo un sueño.
Pero, ¿y si la parca negra decidiese dejar de trabajar por una temporada? ¿Y si es cierto que la muerte va de negro, utiliza una guadaña y tiene sentimientos como cualquier mortal? 
Y si tan felices nos haría desprendernos de nuestra finitud, ¿por qué José Saramago inventó un país en el que las consecuencias de no morir sean tan catastróficas? El realismo con el que se plantea Las intermitencias de la muerte lo hace a uno pensárselo dos veces antes de desear que Ella se tome un respiro, ya sea temporal o eterno. Si no, que se lo pregunten a esos enfermos cuya vida pendería de un hilo para siempre o a esos que vivirían atados a las dolencias de la vejez, cuyas familias además tendrían que soportar de manera permanente el sufrimiento de los que no se van, porque no pueden.
Si Ella decidiese actuar solo en un país, las fronteras de dicha nación se convertirían en pasos de contrabando de personas que quieren ir a su encuentro, pues bien sabemos que el ser humano tiene esa tendencia a sacar provecho económico incluso de las más descabelladas situaciones. 
Ay, si la parca negra decidiese marcharse, los preceptos religiosos se tambalearían, los políticos sudarían sangre para que su Estado pudiese abastecer con sanidad, alimentación, educación a una población perenne, los hospitales colapsarían, las pensiones serían imposibles de pagar, las personas se volverían más ruines, mezquinas e inmorales, pues nada las podría matar. Sería nuestro fin sin fin. 
Menos mal que lo que esconde este libro es una premisa ficticia. Porque la inmortalidad, después de todo, puede ser uno de esos sueños que, al hacerse realidad, se convierte en una auténtica pesadilla. 

Publicado el 7/2/2018

febrero 01, 2018

Son cosas de niños (masculino, plural)

Dar clase a niños pequeños es una aventura para la que nunca estás preparado si eres inexperto. Da igual lo mucho que te avisen de lo revoltosos y espabilados que son por naturaleza, de lo mucho que se asemejan sus mentes a una esponja o lo difíciles que pueden llegar a ser de controlar, pues siempre conseguirán sorprenderte. 
Llevo ya algunos meses trabajando con niños de entre 3 y 4 años, divididos a partes iguales entre niños y niñas, y una de las primeras cosas de las que me di cuenta es que están en una edad algo contradictoria, en mi opinión. Es decir, así como hay conceptos lógicos que les cuesta bastante entender, otros los pillan al vuelo, especialmente cuando se trata de distinguir lo que está bien de lo que está mal. Esta poca experiencia que he adquirido me ha permitido descubrir que, aunque sea de manera muy inconsciente, intuitiva e intermitente, los peques son capaces de identificar comportamientos inadecuados. Por ejemplo, hubo una ocasión que fue verdaderamente graciosa. Un niño y una niña que son muy amigos, entre risas pícaras, comenzaron un diálogo teatralizado. Poniendo voz exageradamente grave, se daban palmadas en la espalda reproduciendo un "Hey, colega, me alegro de verte. A ver cuándo tomamos un pinchito y una cerveza" a imitación, como es de suponer, de sus padres, que seguramente mantuvieron una conversación semejante alguna vez que se habían encontrado por la calle. El caso es que había algo en lo de la "cerveza" que los hacía desternillarse de risa, y más aún cuando les dije que aquella era una palabra para adultos

Este es uno de los muchos momentos estelares de los que son protagonistas. No obstante, así como muchas de sus apasionantes interacciones me hacen sonreír, otras me provocan reflexiones inesperadas. Una tarde, mientras jugaban en el aula, esta misma niña cogió un camión de juguete y se puso a hacer como que lo conducía. Acto seguido, su compañero la miró algo mosqueado y, sin poder resistirse, le espetó muy convencido que "las niñas no tienen camiones". La otra, que no se dejó achantar tan fácilmente, le respondió con un "¿Y eso por qué?". "Porque las niñas no son valientes", fue la rotunda contestación del pequeñajo. A continuación, se enzarzaron en una breve discusión típica de críos en las que los argumentos del porque sí y porque no dejan paso con rapidez a otro tema de interés, pues no olviden que su capacidad de atención -así como de rencor- es bastante reducida a estas edades.

Aunque no con frecuencia, algún que otro momento de este estilo se repitió, hecho que no dejó de sorprenderme. Más que nada, porque con los esfuerzos que se están llevando a cabo en la actualidad por desterrar los estereotipos de género, me asombra e inquieta  que en edades tan tempranas se escuche todavía un "las chicas no son fuertes" o "las chicas no hacen eso". Sin embargo, ante aquel diálogo de camiones y niñas valientes, me vino en seguida a la cabeza esa imagen de los dos imitando a sus padres, de esos pinchos y cervezas que tanta gracia les había hecho. Y pensé que, en efecto, los niños y niñas observan, descubren, analizan, pero sobre todo copian. Copian a sus padres, sus profes, sus amigos, y al mundo que los rodea, donde a veces se transmiten mensajes erróneos de manera imperceptible. Tenemos una responsabilidad mucho mayor de la que somos conscientes, en realidad.
Sí, es posible que esto no sean más que chiquilladas, y lo son, de hecho. Pero, aún así, creo que es importante no bajar la guardia y recordar que esa gran capacidad de imitación puede ser un arma de doble filo. Por tanto, pienso que es mejor que entiendan -o que les enseñemos, más bien-, ahora que están a tiempo, que no hay cosas de niños (masculino, plural) para que en el futuro no se conviertan en adultos que le ponen género a la valentía... ni a los camiones. 

Publicado el 1/2/2018