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marzo 22, 2018

Primavera

La sangre que se altera. La alegría para unos y la alergia para otros. El sol que intenta ganarle la batalla a la lluvia a contrarreloj. Los colores a juego con el ánimo, o el desánimo que desentona con ellos. Los cerezos fecundados. Los tonos claros y brillantes como sustituto de los oscuros y opacos. La hoja que (otra vez) huele a verde, el agua que (otra vez) huele a azul. Un anticipo del verano o un respiro que nos da el invierno. Los días del calendario que se hacen más remolones mientras las noches se marchan más deprisa, como amantes escurridizas. Las chaquetas que te sobran pero después te vuelven a hacer falta. La prima Vera que llama a las puertas de tu casa para contarte un mal chiste sobre un tonto juego de palabras. Pero al menos trajo consigo un enorme ramo con todas las flores que ni el más crudo de los inviernos pudo marchitar, ni el más malvado de los humanos cortar. Solo hay que tener cuidado con las espinas. 
Fuente: Pinerest 


Familia bloggera, me marcho por unos días con la sangre algo alterada, pero afortunadamente sin alergias. Es momento de vacaciones y de primavera. Espero que la disfrutéis vosotros también. ¡Hasta la vuelta!





marzo 15, 2018

"Amado amo". La devoción por los jefes capullos

Cuando pienso en el mundo empresarial, en seguida me viene a la cabeza una piscina con tiburones. Se trata de un símil nada novedoso, lo sé, pero no por ello menos acertado. Puede que la razón esté en que la personalidad de un hombre de negocios que quiera triunfar en su profesión parece que va asociada a adjetivos tales como "competitivo", "calculador", "inmoral" (y el uso del masculino en esta descripción no es neutro ni casual, por cierto).
Al menos así es como nos lo pinta mi querida, apreciada y casi que favorita escritora española Rosa Montero en su pequeña gran novela Amado amo. El protagonista, César Miranda, es un empleado venido a menos de una empresa venida a más que ha ido creciendo en poder e importancia a un ritmo acelerado en comparación con su ralentizado paso. Él, que durante años se manchaba los codos de esa crème de la crème con la que se relacionaba, ahora se hunde sin remisión en un pozo de anonimato y desprecio por parte de jefes y compañeros. Se ha convertido, en suma, en un corderito que no sabe nadar en medio de una piscina de tiburones con traje y corbata.



A pesar de lo deprimente de su situación, el fondo de la cuestión es en realidad risible. Por lo ridículo que resulta desde fuera ese sistema de devoción que vende tu dignidad a precio de ganga, ese mundo empresarial donde gana el más fuerte, y con ello muchas veces el más lameculos. Porque aquí -tal vez como en muchos otros aspectos de la vida- los avances personales se miden también en función de las palmaditas congratulatorias en la espalda, de las invitaciones a cañas tras el trabajo, del peloteo al superior incluso cuando éste te cae como una patada en la entrepierna. En pocas palabras, de la imagen que tengan los demás de ti, aunque esta no tenga nada que ver con la realidad.

Y César, que se sabe acorralado, que padece insomnio y vive en constante paranoia por mantener un estatus que se le desintegra en las manos, no sabe, ni puede, ni quiere soltar la correa que le ataron al pescuezo. Hará lo que sea necesario para que no se lo devoren de un bocado.
(Mi) Rosa Montero hace, pues, un análisis bañado en ironía, acompañado de una prosa personal, metafórica y cotidiana para denunciar, en sus propias palabras, a "esa nueva esclavitud a la que hemos llegado precisamente en un mundo que sólo habla de libertad."
Imagino que algunos de los que me leéis seréis miembros de empresas. Muchos incluso seréis jefes, no por ello capullos, por supuesto. Trabajar en tal ambiente como alterno o subalterno no tiene por qué ser tan deprimente ni desolador, ni mucho menos. Pero, en mi opinión, está claro que, cada vez con más frecuencia, los requisitos fundamentales para ser una businesswoman o un businessman de éxito son claros: la capacidad de inamovible servidumbre del cordero y la feroz competitividad del tiburón hambriento. ¿Qué pensáis?

El Poder poseía esa energía selecta, esa asombrosa alquimia: la capacidad de aparejar amor y sufrimiento. Y así, en todo subalterno parecía existir una pulsión de entrega hacia sus mandos. Como el perro que lame la mano que le azota, o el campesino bolchevique que llora tras haber degollado a su señor. Amado amo. 

Publicado el 15/3/2018 



marzo 08, 2018

El trabajo que no se cobra

Mis abuelas llevan sus años en las manos, pues es ahí donde puedes leer su edad e intuir los lances de sus días. En la piel desvencijada suenan los ecos del esfuerzo de toda una vida dedicada al trabajo duro, al sacrificio, al empeño por salir adelante.
Sin embargo, mis abuelas no trabajaron en una fábrica. No fueron operarias, ni fontaneras, ni jornaleras, ni pescadoras. No tuvieron ni siquiera profesiones tradicionalmente relegadas a las mujeres, así que tampoco fueron maestras, ni niñeras, ni enfermeras.
Trabajaron mucho y hasta el cansancio, pero lo hicieron a la sombra, como quien dice. Planchar, lavar, cocinar, barrer, coser, cuidar de la familia, fueron tareas en las que se dejaron la piel, fueron labores que dejaron su impronta en sus manos marcadas por algo más que la vejez, pero por ellas no recibieron -ni recibirán- salario alguno. Claro, es comprensible. En el momento en el que les tocó vivir, el pan lo traían a casa los maridos, los que salían a la calle a ganarse el sustento familiar. Los operarios, fontaneros, jornaleros y pescadores eran ellos, después de todo.
Ta vez sea razonable, puede que lógico, pero, en cierto modo, también terriblemente injusto. Más aún tras la jubilación (pero no la suya, sino la de los abuelos), y todavía más tras la viudez. El desamparo a nivel económico y social al que se enfrentan muchas de esas mujeres cuando el marido envejece o se va, me hace pensar en lo ingrato de dedicarse a un trabajo invisible al sistema y a la propia sociedad.
Porque, a pesar de no recibir compensación alguna, mis abuelas se siguen dedicando todavía al agotador trabajo del hogar. Su jubilación no es tal porque es un cargo vitalicio, por el que no se cobra jamás. Ellas se siguen dando a esa ardua labor que se ha infravalorado cuando en realidad es tan fatigosa como cualquier otra. La prueba está en sus manos, una vez más.
"El trabajo de la casa es el más desagradecido que hay", me comenta siempre una de ellas.


Cuánta razón encuentro en sus palabras al pensar que, de entre todos los trabajos a los que se han dedicado las mujeres a lo largo de la historia, hay uno que hemos olvidado especialmente. No somos lo suficientemente conscientes de que, generación tras generación, miles de mujeres han cargando con la extenuante responsabilidad del cuidado del hogar. Sin descanso, en solitario y algunas de ellas hasta equiparándolo con su vida laboral.
Es una suerte saber que el cuento está cambiando, aunque sea a paso lento, ya que este trabajo que no se ve empieza a caer también en otros hombros a parte de los suyos. No obstante, el sudor en la frente de esas esposas, madres y abuelas del que solo eran testigo las cuatro paredes de la casa, tiene que ser reconocido y sobre todo agradecido como se merece. Y los días como este son, precisamente, los más indicados para ello.





Publicado el 8/3/2018