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abril 19, 2018

Dios hizo el mundo en siete días... y se nota

Hacer reír es un arte loable. Buscar la risa y la sonrisa de la gente, saber encontrar la gracia, o saber sacarla incluso de donde a nadie más se le hubiera ocurrido, es un don que solo los grandes humoristas poseen. Y sacar a la luz un chiste incluso de las cosas más pequeñas, es un arte, un don y una capacidad en la que Piedrahita destaca con creces.
Esa mezcla de imaginación, ingenio, humor inteligente y pelo-casco forman un todo que han hecho de este mi paisano una figura digna de respeto, y a la vez de risa, mucha risa. Combinar esas dos cosas al mismo sería contradictorio en otros casos, pero no en el Piedrahita. Porque lo primero se debe a su asombrosa habilidad para el monólogo, que lo ha convertido, en mi opinión, en uno de los mejores humoristas españoles de la última década. Lo segundo se explica, obviamente, por las consecuencias que tienen esos soliloquios en quienes los escuchan y los leen.
Por esta razón, ser espectador de Piedrahita es diversión asegurada. Y ahora, leyendo Dios hizo el mundo en siete días... y se nota, me doy cuenta de que ser su lectora también garantiza el arranque de sonrisas y el regalo de un par de carcajadas. 
Tal vez se deba a eso que dice de Dios, que descansó al séptimo día, pero que no fue a misa, claro, "porque eso sería pasearse a ver qué tal va el negocio".
O puede que sea por el testimonio que solo él ha recogido de los cadáveres de las pinzas de ropa, esas "funambulistas del patio de luces" que se agencian los porteros, en cuyas casas no se compran jamás, por razones obvias, claro.
O a que llame al hielo "la caspa de los congeladores". O a que afirme que el azúcar no puede ser malo, que aunque lo digan los dentistas, no puede ser verdad (¿para qué iban entonces a tirar piedras a su propio tejado? Se les iría el negocio al garete). O a que los caballitos de mar se parezcan a todo menos a un caballo y que, además, sean los únicos animales con los que no se puedan hacer películas de bichos invadiendo el mundo, porque de aterrorizar, más bien poco. 
En fin, tal vez se deba a que sabe hacer algo grande de lo pequeño y lo cotidiano. Con gracia, con elegancia, con un estilo único. Y entre risa y risa, Piedrahita incluso logra hacernos pensar, cuando menos lo esperamos y porque creemos erróneamente que una cosa no puede pasar al mismo tiempo que la otra: 
Los zapatos y los pies dicen mucho de la economía y la salud moral de este planeta. En este mundo sólo hay dos tipos de países: aquellos en los que hay más pies que zapatos y aquellos en los que hay más zapatos que pies.


Publicado el 19/4/2018 

abril 12, 2018

"Cartas desde el infierno". Nadie escuchó a Ramón Sampedro

Es curioso que Ramón Sampedro posea nombre de mártir y de santo. Es, más bien, irónico. Irónico que un hombre al que la santidad enquistada, la religión en la que no creía y la Iglesia que le imponía unos dogmas que no aceptaba, lo convirtiesen precisamente en todo lo que no quería ser.
Ramón Sampedro, por tanto, no quería ser tetrapléjico. No quería vivir postrado. No quería ser mártir por un sufrimiento que consideraba innecesario. Quería vivir dignamente, pero al no poder hacerlo, prefería morir dignamente. Y durante 30 largos años, nadie le escuchó. 
En todo ese tiempo, escribió y recibió cartas desde el infierno. Unas buenas, otras malas. Unas escritas por auténticos ángeles, otras por demonios disfrazados de corderos. Desde personas en su misma situación, a sabiondos condescendientes que hablaban en nombre de un Dios mudo, pasando por abogados y jueces, algunos sordos y otros impotentes.

Cartas desde el infierno es ese tratado filosófico en el que se condensan los cuentos, poemas, cartas y reflexiones de un hombre que luchó sin otra arma que su mente. Un cuerpo muerto entre los vivos (cómo él mismo se describió), pero de fuerza hercúlea para batallar contra la moral religiosa, la relatividad de la ley, la falta de empatía, la falsa defensa de la dignidad humana que mostraban todos aquellos que le obligaban a vivir. Porque, para ellos, vivir era un deber.
No obstante, vuelvo y repito, Sampedro no era un mártir. Los que lo imaginaban como un hombre deprimido, los que le recomendaban tener fe, los que lo encomendaban a los rezos y le metían su esperanza por los ojos, estaban muy equivocados. Perdieron el tiempo y se lo hicieron perder a él durante décadas, por no escuchar.

Los que lo leemos ahora y realmente deseamos entender, entendemos. Entendemos su denuncia contra las leyes, contra el derecho constitucional a vivir, pero no a morir, cuando son ambas cosas igual de naturales y justas. Entendemos su deseo de rechazar las fuerzas del Estado y la Iglesia, que van en mayúsculas porque buscan ejercer su autoridad. Entendemos, en suma, que la eutanasia no se legaliza todavía porque detrás subyace el interés político y religioso, la superstición, el miedo y la hipocresía.

Entendemos, al fin,  que esa defensa por la vida es puro cuento chino. Que presenciamos día a día la muerte prematura que causa el hambre, la pobreza, la violencia de género, la guerra, la tenencia de armas, la explotación o la delincuencia sin pestañear y sin acordarnos de nuestra ética intermitente. Pero, está bien, para que no me acusen de extremista o demagoga, me voy a centrar en el argumento de mayor peso.
Básicamente, lo que se esconde detrás de la negación a la muerte digna, es lo de siempre: por un lado, el sucio juego político de toma y dame, de tú dices que está bien y yo, para contradecirte, te digo que está mal. Hago como que va en contra de mis principios ideológicos cuando en realidad me importa un bledo, solo defiendo mis intereses políticos. Y como al final el destino de la ciudadanía lo deciden esos cuatro señores que se reúnen en el parlamento para tirarse los trastos a la cabeza al margen de cualquier reflexión racional, pues no hay más que hablar. Sampedro, en palabras menos llanas, habla de la autoridad del Estado y la negación que este hace a sus derechos.



Por otro, está el hecho de que se le quisiese imponer una moral religiosa que él en ningún momento aceptó. Ese, para mí, es uno de los grandes problemas del asunto. Si yo no creo en ese dios que supuestamente me castigaría por renunciar al milagro de la vida, si yo no comparto su palabra transmitida a través de dudosas fuentes, si para mí la iglesia y sus dogmas no significan nada... ¿por qué diablos debo someterme a sus preceptos? En un estado supuestamente laico, esta cuestión debería tener mucho menos peso del que desgraciadamente tiene en nuestra sociedad.

Porque, al final, todo este debate se reduce a una cuestión de libertad de elección, pero sobre todo de pensamiento. De dejar de afrontar la muerte con tanta cobardía. De dejar de someter a los otros a nuestro miedo, a nuestros principios dogmáticos, a nuestro interés político. En suma, de hacernos libres de cuerpo y especialmente de mente.
Cuando así sea, podremos empezar a legislar sobre la eutanasia. Podremos plantearnos su funcionamiento, sus requisitos, sus condiciones, sus límites. Entenderemos por fin los argumentos para legalizarla, dejaremos de creer tontamente que se convertirá en una excusa para el suicidio o que provocará el castigo divino. Será, entonces, un derecho -que no una obligación- o una opción al alcance de quien se enfrente a la enfermedad irreversible.
Y aunque nadie escuchó a Ramón Sampedro, él, al final y a su manera, venció. Hagamos que esa victoria sea digna, de una vez por todas.

Publicado el 12/4/2018


abril 05, 2018

La ilusión en papel

Recibir mensajes despertaba una gran emoción. El sonido del móvil avisando con el emoticono de un sobrecito nos daba una ilusión tremenda. Hablar por email, esperando la contestación de aquel amigo o amiga o más que eso en la distancia lejana o cercana nos inundaba de emoción, al menos al principio.
Después vino el messenger, el chat. Conversaciones instantáneas a tiempo real al otro lado de la pantalla. La era digital en pañales ya nos daba grandes dosis de asombro ante la sorpresa de que pudiésemos hablar con otra persona a través de un ordenador. Y ya la panacea llegó con la videollamada, que aunque con frecuencia se quedase congelada la imagen, despertando la ira del espectador, nos regalaba la abrumadora sensación de tener a los nuestros más cerca.

Pero a mí, nacida en la época noventera de disquetes, casetes y VHS, ya no me pilló el papel. Cuentan mis padres y mis abuelos que hace no tantos años, la gente se comunicaba por cartas. Sí. Escribir con papel, bolígrafo o pluma. Dedicar un momento más largo que la instantaneidad del WhatsApp para contar algo a alguien que podía estar al otro lado del océano. Amantes que declaraban su amor en tinta, familias que sabían de sus seres queridos solamente cuando el cartero llamaba a la puerta, noticias que solo eran nuevas cuando se recibían, a veces después de mucho tiempo.
Sentarse a escribir sacaba la inspiración de hasta el menos talentoso de los poetas, y todo hijo de vecino exponía sus faltas (ortográficas), miedos, alegrías y vivencias a la perdurabilidad del papel, con la intención de que el otro te leyese (por dentro).

Imagino que apreciar de cerca la letra de otra persona daba una sensación de mayor intimidad. Era más personal, podías intuir más de alguien gracias a una innata intuición grafológica. La caligrafía tumbada que transmitía melancolía, la redondita que daba impresión de orden, el garabato de médico frustrado que causaba confusión... Todo ello se ha perdido entre la impersonalidad de la Arial tamaño 11 o la frialdad de la Times New Roman.
Y qué decir de los sellos, esas obras de arte a escala en miniatura. O de los sobres, que paraban la respiración hasta que se rasgaba la solapa, liberando por fin aquellas palabras escritas que pugnaban por salir de su cárcel de celulosa. O de la alegría que suponía para el destinatario encontrar en el buzón una carta a su nombre con quién sabe qué nuevas de ese querido remitente.

Es verdad que la tecnología nos ha dado mucho. Si me quito estas legañas de romanticismo con las que me he levantado hoy, me doy cuenta de que, a efectos prácticos, recibir mensajes a través de una pantalla nos ha facilitado mucho la vida. Nos ha ahorrado tiempo, tal vez dinero, nos ha evitado la impaciencia y el engorro de esperar, nos ha brindado una sensación de mayor cercanía gracias a las videollamadas, las fotos, los WhatsApp, los Facebooks. No obstante, creo que, con todo ello, también se nos ha quitado un tipo de ilusión que solo el papel podía dar. Porque me da a mí que la emoción que sentían aquellos a cuya casa llegaba una carta, poco se parece a la cada vez más adormilada expectación del que recibe cientos de mensajes cotidianos, rápidos y pasajeros. Y eso que no he escrito ni recibido (casi) ninguna. 

Publicado el 5/4/2018