Pages - Menu

mayo 28, 2018

Cuándo escribo

Hace un tiempo fue el qué del cuando. Es decir, de lo que siento cuando escribo. Ahora, curiosamente, un acento lo cambia todo, abriendo dos interrogaciones invisibles pero significativas que hablan del instante, del momento, del tiempo.
¿Cuándo escribo?
En primer lugar, sin reglas, sin horarios, sin fecha en el calendario. Escribo cuando salen a borbotones las palabras, cuando he callado demás, cuando no he dicho todo lo que tenía que decir, así que lo tengo que escribir.
Cuando la vida no se interpone en mi camino haciéndome tropezar con la rutina, cuando se me agota la pereza, cuando encuentro un hueco entre la falta de tiempo. Escribo cuando me libero de excusas que no me creo ni yo, cuando vuelvo del después al ahora.
También cuando los dedos se me escapan de las manos para darse de cabezazos contra las teclas. Cuando le suelto el freno de mano a la inspiración, cuando avanzo por ese terrero árido en el que se convierte la página en blanco, tan silenciosa e imponente. Cuando venzo ese terror a la inmaculada nada que reina altiva antes de la primera letra.
Escribo cuando las baterías bajas de los móviles me alejan por un rato de la adicción. Cuando apago el ruido de las redes, los likes, los emojis, las fake news y escucho y veo otra vez los gustos, las caras y las mentiras y verdades que se cuecen en mi propia red social: mi mente.
Cuando supero el miedo escénico a los ojos que me leen, incluso sabiendo que la mayoría no pueden verme. Cuando quiero, entonces, que me lean.
Pero, no es verdad que no haya una pequeña regla, pues es en ese momento en el que se rompe el día, cuando se resquebraja la tarde, cuando la luz se atenúa, cuando más escribo. Será que es entonces cuando se despiertan mis fantasmas o cuando más dormidos están mis sueños. Aún no lo tengo claro.
Escribo cuando le quito el acento al cuándo, ahora, ya, por fin.



Publicado el 28/5/2018



mayo 10, 2018

Una idea

Una idea en forma de bala fue la que mató a Jonh Lennon. Y otra muy parecida asesinó a Kennedy. Una idea con rostro de odio y destrucción fue la que accionó el botón de Hiroshima, como todas esas bombas que en un principio no fueron más que eso: ideas.
Una idea contra otra idea provocó el conflicto en Siria, al igual que en todos los lugares en los que la Guerra comenzó así: como idea.
Una sola de ellas bastó para ocasionar el desarraigo, la inmigración, la destrucción, el fanatismo, el hambre, el dolor.
Abre un libro cualquiera por una página cualquiera para que veas que la cara negra y opaca de la historia se escribe siempre a base de ideas.

Pero, afortunadamente, la cara amable también. Porque una de justicia se convirtió en la lucha de Martin Luther King. Otra muy similar hizo pensar a una mujer que ella también tenía derecho al voto. Una transformada en inspiración en las cabezas de los grandes artistas fue la que creó sus grandes obras. De la idea incrustada en la cabeza de un compositor salieron las claves de sol y las corcheas que darían paso a ese invisible espectáculo llamado música. I have a dream, Don Quijote, Para Elisa o el sufragio femenino empezaron siendo un plan, un concepto, una repentina bombilla encendida. Abre un libro cualquiera en una página cualquiera para que veas que también algunas surgieron para emborronar los capítulos de odio que escribieron las malas ideas.

Nuestras historias cotidianas con minúscula se hacen igualmente a base de ellas. Los hijos que decidimos tener son primero embriones de una idea. Nuestra profesión es producto de una idea que surgió gracias a la vocación, la necesidad, o la falta de alternativas. Una idea primigenia es la que nos lleva a un viaje, a un libro, un café, a salir, a quedarnos, a huir, a enfermar, a sobrevivir y hasta morir. La Historia con mayúscula nos ha enseñado que éstas, las nuestras, incluso tienen posibilidades de hacerse balas, bombas o guerras, si hacemos caso a las ideas que nos inyectan los de arriba. Aunque, si elegimos bien, también pueden transformarse en todo lo contrario.
Entonces, ¿qué es exactamente una idea? Un pensamiento minúsculo que implosiona en el cerebro como una palomita de maíz. Un granito que germina, que crece convertida en palabra y que más tarde se hace adulta a través de los actos, los hechos. Es, en realidad, el arma más poderosa que existe: una voz en nuestra mente que, de tener la suficiente fuerza, lo cambia todo.


Publicado el 10/5/2018






mayo 02, 2018

Las bestias ya no viven en los cuentos

Las bestias ya no viven en los cuentos. Es cada vez más obvio que viven entre nosotros, muchas veces sin que nos percatemos de que lo son. Se han hecho tan realistas sus disfraces, que ya les damos los buenos días, las invitamos a nuestras casas, las saludamos en el portal, sin saber en lo que se convierten al cerrar la puerta tras de sí. 
La ficción es la que ahora traspasa la realidad, sorprendiéndonos con las dosis de fantasía y terror que de forma cada vez más habitual acompañan las noticias, los telediarios y la prensa. Lo irreal hecho real.
A una velocidad de vértigo, nos hemos ido acercando a esos mundos muy, muy lejanos, en los que los monstruos, las brujas, los ogros o los ladronzuelos, al final y para nuestra alegría, acababan encerrados, aleccionados, vencidos. Pero ahora, se hace cada vez más difícil encontrarle la moraleja al cuento en el que nos encontramos. Con mucha frecuencia, los malos se salen con la suya, sino libres de sus crímenes, al menos recibiendo un castigo irrisorio en proporción a sus maldades.
Si no, pensad en cuántas estacas se han clavado ya en los corazones de quienes son inocentes. En todos esos Dráculas que por sus poderes de condes no han encerrado en la mazmorra. En todos los lobos que se han comido ya a demasiadas Caperucitas. En los muchos barbaazules que han degollado a sus mujeres. En las manzanas envenenadas con las que nos alimentan cada día. En los lobos que soplan y soplan hasta derrumbar nuestras casas. En todas las bestias que se quitan para siempre la careta de príncipes azules.
Y todos ellos que actúan en solitario o en manada, campando a sus anchas en un mundo donde los héroes y heroínas, las hadas madrinas o la magia potagia poco pueden hacer, pues la Dama de la Justicia, quien es quien tiene el poder, no puede ver lo desequilibrada que lleva su balanza.
Cuando yo era niña temía a los fantasmas, los nigromantes, los payasos diabólicos. Pero cerraba el cuento y ahí se quedaban, atrapados, impotentes, teniendo su merecido. 
En cambio, este cuento me aterra incluso de adulta. Porque aquí los monstruos son los que van vestidos de carne y hueso.


Publicado el 2/5/2018