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octubre 22, 2018

Las trampas de la mente

Foto del artista Tony Luciani
B. era una mujer menudita, simpática y alegre. Una de esas personas que desprendía dulzura sin casi importar con quien estuviese. Este fue el recuerdo que almacené durante mi infancia, cuando compartí buenos momentos con ella. Ahora, que vuelvo a verla después de 10 años, tengo un recuerdo nuevo que crear, bastante menos grato. Porque B. es ahora aún más pequeñita, más endeble, más quebradiza en cuerpo y sobre todo en alma. Todavía hay algo en su mirada y sus palabras que desprende parte de su antigua candidez, aunque en seguida te das cuenta de que ella ha traspasado ya ese umbral donde los recuerdos reales se entremezclan con la mentira.
B. ya no sabe quién soy. No, no me duele, ya que a mí es relativamente normal que me haya olvidado, pues era solo la nieta de su hermana. Pero B. también ha desdibujado el nombre de algunos de sus seres más allegados, confunde el ayer con el hoy y su mente se ha quedado viviendo en un lugar que no es el mismo en el que está ahora su cuerpo.
Así, al verla después de tantos años, me sorprende pensar en los estragos del tiempo. En cómo ese coloso tiene el poder suficiente como para destrozar con sus manos un mundo interior e íntimo en el que convivieron durante décadas tantos rostros, lugares, vivencias, emociones. No obstante, el problema de B. no es que lo haya olvidado todo. Muy al contrario, recuerda bien, pero peleándose con el presente. Al mirarla a los ojos ves que está despierta, viva y que lucha contra la neblina mental por iluminar partes de esa memoria que se adormila por momentos. Ayer estuvo en casa y describió perfectamente el sitio que hasta hace poco había sido su hogar. La calle, la localización y hasta los detalles que lo rodeaban, como el nombre de la ferretería que veía desde su ventana. Lo malo es que no se acordó de conjugar los verbos en presente.
Con su visita me sentí alegre y entristecida a la vez. Porque si bien aún en ella queda esa esencia personal que, con un poco de suerte, jamás se esfumará, ya su mente le ha empezado a tender trampas para desmantelar su memoria. Así de desagradecida puede ser a veces la llamada "ley de vida". Al parecer, existe una injusta legalidad que permite desahuciar el espacio donde conviven los recuerdos. Al fin y al cabo, las arrugas no solo salen en el cuerpo, sino también en la mente.

Publicado el 22/10/2018


octubre 08, 2018

Impactos, ecos y huellas

El sábado por la noche quedé con unos amigos para celebrar un cumpleaños. Mientras charlábamos animadamente, en la televisión estaba puesta de fondo una película que todo el mundo conoce, tanto si la ha visto como si no. Se trataba nada más y nada menos que de Titanic, esa bomba lacrimógena que robó el corazón de millones de espectadores de todo el mundo y que sigue emocionando más de 20 años después de su estreno. Mientras mirábamos a esos jovencísimos Winslet y Dicaprio, una de las asistentes mencionó una escena que la había impactado especialmente, que no era otra que la de ese matrimonio de ancianos abrazados en la cama de su camarote mientras el agua entra a raudales para arrasarlo todo. Me sorprendió porque, tras su comentario, me vino al instante el momento en que yo también presencié esa tristísima escena. Diáfano, claro y tan contundente como la primera vez. Y es que es una de esas imágenes que se te quedan clavadas en la retina, porque te muestran algo que hasta entonces no conocías. En mi caso, que vi la película con 13 años, fue uno de los impactos cinematográficos que me enseñó la crueldad con la que a veces puede actuar la vida, teniendo en cuenta que la obra está basada en un hecho verídico. Y es que aquellos dos ancianitos esperando con resignación una muerte ahogada son una prueba de que existen historias que la gran pantalla convierte en ecos, y que estos te pueden acompañar para siempre incluso cuando no te ha tocado vivirlas a ti.




Algo similar ocurre con los libros. A mí, que me encanta leer, tengo una lista nada desdeñable de lecturas que me han dejado huella, de reverberaciones de palabras que rebotan en las paredes de la memoria y que salen a flote de cuando en cuando. No obstante, el primer libro que verdaderamente me partió por la mitad es completamente desconocido. No vendió miles de copias, no es un clásico literario ni marcó a una generación en concreto. Se trata de una historia anónima, profunda y dura con un engañoso disfraz de lectura juvenil que, me atrevería a decir, me dio una patada un tanto despiadada con la que traspasé el umbral hacia "el mundo de los adultos". Enamorarse de April, de Melvin Burgess, era una novela sobre una joven sorda que vive en un pueblo donde todos se burlan de ella. Es un alma privada de sonidos y con ello de aceptación, hasta que llega un joven del que se enamora y parece haber un rayo de esperanza para ella. Pero, como todo lo que es aparente en la vida, este amor no es tal porque Tony se avergüenza de ella. Por si no fuese suficiente, dicha esperanza se tuerce despiadadamente para April cuando es violada por el grupo de matones del colegio en el río, el único lugar donde la niña se sentía totalmente segura.
Como digo, leer aquella escena inesperada y lacerante fue otro de esos impactos que te dejan noqueada. Joder, resulta que la existencia no es de color de rosa, como yo pensaba. Y es que aquellas palabras, aquellos personajes y aquel mensaje tan real de una historia desconocida fue para mí otro empujón hacia la realidad sin billete de vuelta.

Y esto no solo ocurre con el cine o la literatura. También con el arte, la música, la fotografía. Una de las imágenes que me más me ha sobrecogido últimamente es la que corona esta entrada. Se titula El impacto de un libro, obra del artista mexicano Jorge Méndez Blake. Tal vez pueda parecer sencilla a primera vista, hasta que te das cuenta de que se trata de un muro de ladrillos que ha sido deformado por El castillo de Kafka, un objeto de papel y de edición de bolsillo. Creo que esta obra refleja perfectamente la idea que pretendo transmitir, que no es otra que esa de que hay palabras, escenas, imágenes y melodías que aunque sean breves, anónimas o hasta endebles, pueden quedarse refulgiendo infinitamente en algún hueco de nuestra memoria. Es el poder asombroso de cuando primero se siente el impacto, de cuando luego resuena el eco y de cuando después viene la huella que se queda contigo.

Publicado el 8/10/2018


octubre 01, 2018

Disyuntivas

Imagen del artista Adam Hale
La vida es una continua bifurcación. Justo cuando piensas que ya estás siguiendo una dirección recta, certera, aparece esa encrucijada que vuelve a ponerte a prueba. Otra vez tienes que elegir entre A o B, sabiendo que lo que ganas con una lo pierdes en la otra, y viceversa. Ah, esa sutil ironía de la vida que nos dice que algo igual de importarte vas a tener que sacrificar en ambas rutas:
Elegir entre la cabeza y el corazón, entre la estabilidad de lo racional y lo placentero de la emoción.
Quedarte donde estás a gusto o marcharte a donde puede que estés aún mejor (esto último lo sabrás solo cuando estés ahí).
Acurrucarte en esa maravillosa zona de confort o cruzar esa línea donde emergen las oportunidades que tu estúpido miedo e inseguridades no te dejaban ver.
Cambiar, probar, arriesgar, aterrarse, mudar; o mantener, continuar, seguir, permanecer, asegurar. De lejos son verbos que parecen casi iguales, pero al verlos de cerca te das cuenta de que cada uno ofrece un matiz distinto, un cariz que modifica la trayectoria de forma particular. Como para saber qué escoger.
Una busca tener el control, encontrar la solución, perder lo menos posible. Y antes de lanzarte a jugar a esa ruleta rusa, te paras a pensar (sobre todo si eres de alma rumiante como la mía) las posibilidades, los pros y los contras y te atenaza esa idea perturbadora de que la certidumbre no es más que una ilusión. No hay nada sobre seguro.
En cualquier caso, las disyuntivas tienen, en mi opinión, un antídoto infalible: el destino. Aunque al final eres tú quien juega tus propias cartas, la mano ya fue barajada por lo inevitable, por la casualidad, eventualidad o la predestinación (divina o pagana). Al final, la disyuntiva se disuelve con el devenir de los acontecimientos y poco o nada merece la pena pensar en qué hubiese pasado si hubiésemos tomado aquel otro sendero, porque, lo mires por donde lo mires, estás en donde tenías que estar. 


Publicado el 1/10/2018