Pages - Menu

noviembre 26, 2018

De influencers e influenciados

A estas alturas de la película, imagino que no hará falta recalcar que estamos en la época de los influencers y el postureo. Nuestras vidas se debaten entre la realidad del día a día -donde cada quien convive con sus demonios, frustraciones y dificultades- y la felicidad instantánea de sobre que proporcionan las redes sociales, a donde asomamos la mirada para escapar de dicha realidad y hacer creer (a uno mismo y a los demás) que nuestra existencia es siempre del color de rosa.
Lejos de lo que parece, este espejismo virtual en el que todos nos hemos visto envueltos en mayor o menor medida es más dañino y peligroso de lo que queremos asumir. Y es que, a fin de cuentas, somos una sociedad que basa muchas de sus convicciones en esa información impregnada de imágenes, noticias y discursos que falsean continuamente la verdad, en todas sus dimensiones.

Somos conscientes de que los así llamados influencers nos influyen, como bien indica la palabra, en lo tocante a moda, estilismo y actitud, especialmente entre audiencias más jóvenes. Pero, dentro de este concepto, existe un subgrupo que a mí me llama particularmente la atención. No basan su popularidad promocionando ropa, ni dando envidia de sus caserones o viajes a destinos paradisíacos, sino en una casi repentina defensa por los derechos sociales que los catapultan de forma automática al ranking de los más queridos por el público.

Hasta aquí, se puede decir que es digno de admiración que haya influencers que decidan hacer uso de su poder por una buena causa. Sin embargo, últimamente son numerosos los casos en los que se descubre que tras la palabrería de quita y pon de algunos y algunas se esconde la más absurda e indignante de las contradicciones. Porque defender una idea es chachi y sencillo cuando eres una persona de renombre, pero, ¡mecachis!, cuando llega la hora de ponerla en práctica, hay quien se da de bruces contra su propio postureo hipócrita. Y si no, que se lo digan a Leticia Dolera, a la que le deben de estar pitando los oídos por la que le está cayendo.

Para los despistados o desconocedores, os pongo en situación. Dolera es una actriz española que comenzó a ganar gran celebridad por su adherencia al feminismo. Hacía entrevistas dejando claro que abogaba por la igualdad de género, escribió un libro sobre los males del machismo y en los últimos meses dirigió una serie feminista en la que se retrata, según la susodicha, los problemas a los que se enfrentan las mujeres en la sociedad actual. Hasta aquí todo pintaba de maravilla, pero la polémica de los últimos días ha dejado claro, una vez más, que endiosamos a quien no debemos con demasiada rapidez y muy poca desconfianza. La incoherencia que ha cometido Leticia ha sido, nada más y nada menos, que prescindir de una de las actrices de la serie al saber que estaba embarazada, porque ya se sabe que las pólizas de bebés no son rentables ni siquiera para la más acérrima de las feministas.

Para mí, el problema no radica tanto en lo que cagada de Dolera. Una vez más, tenemos que asumir que la culpa es nuestra, por esa manía cada vez más incontrolable de creernos todo lo que nos venden. Nuestra debilidad está en que confundimos influencers con influenciados. A los primeros es fácil verlos venir, pero a los segundos no tanto. Estos son los que están, valga la redundancia, influenciados por sus deseos de popularidad y de quedar bien ante un público que busca gente comprometida. En este sentido, me da la impresión de que el feminismo está siendo víctima de un oportunismo cada vez más evidente, sobre todo entre actrices y cantantes (con sus correspondientes excepciones, por supuesto) que buscan subirse al carro de este movimiento de boquita para afuera, mientras que en su propio trabajo caen en la más absurda de las incongruencias, haciendo además un flaco favor a quien realmente sí lucha por una causa tan necesaria.

Lo que tenemos que hacer, como bien expresó Bob Pop en esta brillante reflexión, es dejarnos de tanto influencer de pacotilla, y comenzar a buscar referentes. Gente que predica y practica de forma honesta y sobre todo coherente por mejorar las cosas. Porque nuestro problema es que a cualquier santo le rezamos. Y así pasa lo que pasa.


Publicado el 26/11/2018




noviembre 19, 2018

La baraja del destino

Imagen de Oriol Jolonch
El otro día me lo volvieron a preguntar. Y yo, como siempre que me lo preguntan, lo he tenido muy claro: sí, creo en el destino. No soy de supersticiones, de fe, de dioses visibles o invisibles, de religión de ningún tipo. Pero si hay algo en lo que deposito una creencia divina, puede que de forma extraña y contradictoria, es en el destino. Sí, de aquí se puede sacar que no tiene mucho sentido creer en algo aleatorio y sin pruebas fehacientes (sino) mientras se rechaza algo de naturaleza similar (fe religiosa o espiritual), pero me ciño a mi derecho al agnosticimo y al de que cada quien puede escoger la idea absurda que mejor le convenga para tratar de entender este sinsentido al que llamamos existencia. 
Para mí se trata de un algo, llámalo fuerza, llámalo energía, llámalo poder superior, que hace que nuestras vidas sigan un camino determinado en el que se entreteje un rumbo que muy raramente podemos elegir ni predecir. 
Es curioso que haya quien no esté muy a gusto con la idea de que en realidad nuestra capacidad de elección sea tan limitada o hasta inexistente. Sin embargo, a mí me produce cierta sensación de tranquilidad, puesto que, si ya la suerte ha sido echada y lo que tiene que ser, será, a uno debería de angustiarle menos lo que sea que esté por venir. Porque, ¿quién se preocupa por el trabajo que ya está hecho?
No obstante, tampoco pienso que nuestras posibilidades de decidir sean tan restringidas. Más bien, me gusta pensar que este es un juego en el que el destino ha escogido y barajado previamente nuestras cartas, pero somos nosotros los que tenemos que escoger cómo jugarlas. 
En mi caso, la baraja ya venía marcada con unas cartas determinadas que me llevaron, entre otras muchas cosas, a emigrar (nací en un país en el que no resido actualmente), a sentir pasión por los libros y los idiomas, y gracias a ello, estudiar lengua y literatura inglesas, o a dedicarme a una profesión que honestamente no consideré nunca ejercer hasta hace bien poco (educación). Alguna fuerza me motivó a escoger ese camino... ¿y por qué no otro? Nunca lo sabré. 

Lejos de lo que parece, esta reflexión no me ha surgido por culpa de una pretensión filosófica, ni con la necesidad de alardear de sabiduría trascendental, ni mucho menos para crear debate sobre creencias místicas. De hecho, esta entrada se me ocurrió gracias a una conversación con unos colegas estupendísimos en una noche de risas entremezcladas con alguna que otra copa (ya se sabe que el alcohol y las musas suelen llevarse bien), así que a nadie se le ocurra tomarse demasiado en serio nada de esto. Como digo, al final estamos todos defendiendo un credo que tiene como único fundamento nuestra propia subjetividad.
Por tanto, volviendo al tema principal, reitero que, si hay algo en lo que creo, es en el destino. No siempre con fe ciega y confiando muchas veces en que soy yo la que lleva el timón, pero al mismo tiempo siendo consciente de que hay miles de pequeñas casualidades y causalidades que me llevaron a ciertos lugares, personas, vivencias, golpes de buena o mala suerte que, me guste o no, son parte de mí por algo que escapa irrevocablemente a mi control. 


Publicado el 19/11/2018



noviembre 05, 2018

El pasado capturado para siempre

No soy muy fan de las fotos. Ni de hacerlas, ni de que me las hagan. Soy fotogénica esporádica y no siempre tengo buen ojo para ver el ángulo perfecto desde el que inmortalizar una vivencia. No obstante y de manera extraña y contradictoria, sé apreciar lo sublime de las instantáneas, ya sean de papel o digitales, más aún cuando se trata de fotografías que cuentan historias del pasado. Entonces, se puede decir que las disfruto más después que en el momento de tomarlas. 
Y es que quién no se ha maravillado al abrir uno de esos álbumes antiguos y verse a sí mismo y a quienes le rodean tan distintos, tan cambiados, tan raros que te preguntas si es real lo que ahí ves. Cuando ojeo esas pequeñas y rectangulares historias perpetuadas de mis padres, mis abuelos y amigos, me asombro no solo por el paso evidente del tiempo, las ropas extravagantes, los peinados imposibles, las infancias y adolescencias comprimidas en un momento concretísimo, sino especialmente por el hecho de que hacer una fotografía esconde una magia, un poder inaudito que, a mi modo de ver, muy pocas cosas pueden igualar. Así, me arriesgaría a decir que este es es el único arte capaz de capturar el pasado para siempre de forma incorruptible. Porque, cuando miras de cerca una imagen, sabes que ese vestido que llevaba tu madre al cumplir 18 años era y será siempre azul, porque el día de la boda de tu primo llevabas una borrachera que el objetivo se encargó de evidenciar para generaciones venideras, o porque sabes que ese ser querido al que nunca conociste tenía una profunda mirada que es capaz de escrutarte incluso ahora, a pesar del tiempo y la muerte, a través del papel desvencijado. No hay posibilidad de manipular la realidad.
Son hechos específicos, verídicos y normalmente felices que solo una cámara puede hacer eternos. Y yo, mientras observo este álbum familiar, me asombro por lo mucho que cabe en apenas unas cuántas décadas: nacimientos, fiestas, bodas, viajes, paseos, reuniones, mudanzas, vacaciones, colegios, modas; cientos de secuencias capturadas de una película que se sigue rodando y de la que solo tenemos pequeños fragmentos de certeza gracias a la acción química de la fotografía. 
Pensándolo bien, tal vez debería dejar de decir que no me gustan las fotos, porque es una auténtica mentira. 


Publicado el 5/11/2018